El Sastre
- aisg95
- 24 ene 2022
- 6 Min. de lectura
El anciano pasaba sus manos temblorosas entre la máquina de coser, que vibraba como una metralleta, enhebrando el hilo por las fibras de los jeans que tenía que tener listos para las tres de la tarde. Se levantó para estirar la espalda y esta crujió repetidas veces con sonidos secos. Giró la cabeza y vió la docena de prendas colgadas con etiquetas de la hora y día en que debían estar listos, entonces suspiró de cansancio al ver tanto trabajo y fue a buscar una taza de café. Atravesó una puerta de madera y se encontró en una cocina, allí encendió una pequeña estufa y colocó una olleta con el líquido café oscuro al fuego. Esperó. Cerca había un espejo barato, de un marco plástico rojo; se preguntó cuánto tiempo llevaba eso allí, luego miró detenidamente el reflejo y se dió cuenta que llevaba mucho tiempo sin verse a sí mismo -¿Se habrán sentido así los indígenas cuando vieron por primera vez su rostro?- Se preguntó -Debió ser muy gracioso para Colón- Concluyó.
Del líquido de la olleta comenzaron a bullir burbujas y el anciano se apuró a retirar el fuego. Vertió el café en una taza pequeña y sopló en ella para enfriar el primer sorbo. Mientras bebía, sus ojos arrugados se volvieron a posar en su reflejo. Había algo diferente en él, pero, ¿qué era? Se preguntó. Sacudió su cabeza para olvidar tales nimiedades y volvió al trabajo. Fue una jornada agotadora, pero todos las prendas estuvieron a tiempo y los clientes salieron contentos, no obstante, habían llegado otros nuevos para el día siguiente, por lo tanto, prometía ser otra jornada intensa. Al terminar de arreglar la última prenda del día, el anciano desconectó su máquina de coser, estiró nuevamente la espalda y se levantó de su puesto para irse a descansar. En aquella pequeña oficina había una escalera que daba acceso a un cuarto grande, allí había una cama, en el que apenas cabían dos personas y una ventana que daba cara a la calle. El viejo cruzó el umbral de la puerta y vió a su amor de pie junto a la ventana con un vestido que él mismo había confeccionado años atrás. Se detuvo un momento a contemplar con nostalgia su rostro inexpresivo, sus ojos inmóviles y sus labios fríos, tan callados como los de un muerto. La había conocido hace cinco años, ambos ya estaban viejos y cansados como para conocer el amor, pero aquel día en su oficina el viejo se sentía muy solo, no recordaba por qué, sin embargo era la primera vez en mucho tiempo que deseaba una compañía; no tenía que tener algo en particular, ni belleza, ni dinero, ni siquiera tenía que quererlo, el viejo sastre solamente quería a alguien que irrumpiera el silencio de su soledad de vez en cuando. Aquella compañía que tanto deseaba estaba en su oficina, con un vestido rojo y cabellos negros como el ónix; era un poco más alta que él, pero aun así, no había alguien más ideal que ella, desde aquel momento no se fue de su lado y el corazón del anciano volvió a tener aliento para seguir por varios años sobre la tierra.
No obstante, aquella noche el anciano ya sentía cercano el beso de la muerte, como un suspiro del viento cantando sobre su hombro; una especie de escalofrío que recorría su cuerpo cansado y abatido por los años. Se había sentido igual antes de conocer a su amada, pero su mente seguía bloqueando la razón, una espesa niebla roja ocultaba el pasado; su mente siempre se desviaba hacia el vestido del mismo color, el que usaba su esposa y que había confeccionado muchos años antes de conocerla. -Había usado ese color por el espejo- recordó en un instante, aquel marco barato tenía mucho más significado del que parecía -¿Pero cuál?- Se preguntó. -Nunca hago vestidos de seda- recordó también mientras se acostaba en la cama de su alcoba. -¿Por qué lo hice?- se repetía desesperadamente. Al no encontrar la respuesta se acercó a su amor en busca de un consuelo, de una caricia o siquiera un beso, pero ella seguía inmóvil contemplando la calle con la misma expresión serena. -En estos pocos años has sido mi única compañía- Dijo -nunca te he pedido nada, pero hoy- Suspiró -hoy me siento diferente, por primera vez pienso que he trabajado tanto tiempo que ya estoy cansado...muy cansado- no físicamente, estoy cansado en lo más profundo de mi corazón porque me olvidé algo, algo importante...ya no recuerdo qué ni por qué, mi cabeza sólo me muestra tu vestido. ¿Será que no quiero recordar? ¿Será que no debo recordar? En este poco tiempo que me queda quisiera saber, no sé si pueda recordarlo ahora, pero presiento que...tú me recuerdas a alguien que conocí. Es ridículo, lo sé, ¡eres un maniquí! Eres una imitación barata de...¡¿de quién carajos?! ¡Responde maldita sea!- El viejo abrazó a la muñeca con fuerza desmedida y esta cayó en pedazos. La cabeza yacía en el suelo, cerca de una peluca negra; el torso, aún unido a los brazos, estaba vestido con la blusa roja que, por alguna razón, le hacía sonreír verla. La armó nuevamente y la recostó a su lado, la abrazó nuevamente y respiró en su cuello sintético buscando un aroma familiar, pero la nada y su soledad inundaron sus lagrimales.
-Oh mi amor, ¿por qué no me acuerdo?- Sollozaba buscando respuestas en su cabeza, pero en ella solamente flotaban fantasmas rojizos entretanto sus dedos dibujaban círculos en el vestido de seda. -Suaves como tus manos- Pensó al fin. Se alejó de la muñeca, asustado y perplejo, recordó el tacto de una persona, una mujer, tanto el color como el material del vestido habían sido inspirados en ella, quien quiera que fuera, y en el espejo. -Tal vez haya una pista en ese espejo- Pensó. Salió con la energía de un hombre joven hacia la cocina y encontró el pequeño espejo de marco rojo. Primero se quedó observando su propio reflejo, pensando por qué no recordaba su rostro esta mañana, pero luego volvió en sí, tomó el espejito y lo examinó con detalle. Tras varios minutos pensando la desesperación lo dominó ¡¿Por qué no me acuerdo?! arrojó con fuerza el espejo hacia el suelo. El vidrio estalló en miles de pedazos y detrás de ellos se descubrió un papel doblado en dos pliegues, el anciano lo levantó y leyó las palabras de una caligrafía familiar. -Mi amor- Decía en letras más grandes -cuando recuerdes lo que has perdido desearás haber vuelto a empezar- Al principio no había entendido el mensaje, pero todo se esclareció con el perfume que expiraba aquella nota, era un olor inconfundible, un sutil aroma que penetró sus fosas nasales y sacudieron su cerebro como una droga potente y adictiva. Fue en ese instante cuando, en su cerebro, sintió una punzada y varias palpitaciones adyacentes que lo volcaron en una vorágine de dolor cuyo motor era un recuerdo específico. El viejo sastre se sentía descosido, roto y acabado por dentro. -Tenías razón, mi amor- Dijo.
Su mente viajó hasta cinco años atrás. En ese entonces, su esposa, una mujer de carne y hueso, paseaba entre la oficina donde el viejo sastre confeccionaba día y noche.
-¿Mi amor?...amor...¡te estoy hablando!-
-¿mmm?-
-Debo ir al médico, llegaré tarde-
-mhhmm- asintió con la cabeza.
-Olvídalo, nunca prestas atención- salió iracunda hacia la puerta, pero antes de salir, se devolvió, miró a su esposo a los ojos, aunque él seguía con el rostro inmutado, y le dejó un espejo pequeño con marco rojo sobre la mesa de trabajo. -Te lo devuelvo- Dijo -quiero que cuando lo veas te des cuenta de qué clase de hombre te has convertido...dentro de él te dejé un mensaje y en ese maniquí te dejé el vestido que me hiciste, talvez a ella sí le prestes atención- Salió y nunca volvió; su marido no se daba cuenta, no movía un músculo, los días pasaron hasta que se percató, finalmente, de que su esposa se había ido demasiado tiempo. Ese día, por primera vez no trabajó, en vez de eso escuchó el silencio como nunca antes, jamás había deseado tanto escucharla hablar, verla sonreír, tocar su piel o simplemente saber que estaba allí. Ahora lo recordaba bien, aquella tarde se sentó en su escritorio y no pudo dejar de pensar en ella ni evitar sentir vergüenza. Sostuvo su cara entre sus manos durante tanto tiempo que cuando alzó la cabeza estaba amaneciendo, al voltear la mirada se enamoró del maniquí que llevaba la ropa de su amor perdido.
Recogió los pedazos del espejo y los guardó en un cajón de la cocina, luego subió a su cuarto, desvistió al maniquí, lo desarmó y lo metió en un clóset de la alcoba. En su mano llevaba el vestido de su antiguo amor y en la otra tenía la nota, llevó ambas cosas a su rostro y respiró en ellas una vez más.
-Moriré con la esperanza de que el más allá exista y que en él me perdones, mi amor- Entonces cerró los ojos para no abrirlos nunca más.
FIN

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